martes, 29 de septiembre de 2015

El voto, clave de la democracia. Por Alfredo Gutiérrez


“Hay varias provincias argentinas que no están capacitadas para organizar elecciones”, dijo ayer el juez de la Cámara Nacional Electoral Alberto Dalla Vía.
Se refería a la impresionante polémica que se desató después de las elecciones en Tucumán, en las que se detectaron decenas de trampas políticas que van desde el clientelismo descarado hasta urnas llenas de votos antes de que se abran las mesas, y desde telegramas con “cero votos” para la oposición a la quema de urnas. Trampas que motivaron 9 días de movilizaciones, una dura represión policial y denuncias ante la Justicia.
El juez Dalla Vía mencionó a algunas provincias del norte y del sur (Tucumán, Catamarca, Formosa, La Rioja, Santa Cruz y Santiago del Estero) donde existen regímenes políticos cerrados y casi feudales. Y las comparó con provincias más abiertas y mundanas, como Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza o Córdoba, donde se supone que hay menos trampa.
Hay quien dice que esto es política, que en el poder gana el más fuerte, que si no tenés fiscales para controlar no podés quejarte. Que así es la cosa.
Yo, en cambio, creo que no es así. O que no debe ser así: las elecciones son la piedra fundamental de todo el edificio del Estado, el cimiento en el que se basa la democracia.
No deben quedar libradas a la picardía o el abuso de algunos punteros políticos. No se puede exigir que los fiscales partidarios sean los que controlen, porque ellos no tienen obligación de ser imparciales. Al contrario, si pueden hacer una picardía la harán, para conseguir más votos para su partido.
Para evitar las trampas, es el Estado el que debe garantizar la transparencia electoral, porque de eso depende su supervivencia como sistema. Nada más y nada menos.
En la serie Scandal, que se puede ver en Netflix, hay un presidente norteamericano republicano que llegó gracias a una trampa electoral en una pequeña localidad de Ohio. En un momento, la protagonista Olivia Pope, que fue asesora de la campaña, le anuncia al jefe de Gabinete (quien también estuvo en la campaña, ambos saben de la trampa) que está dispuesta a confesar todo. Siente culpa por aquella maniobra.
-Quiero Justicia- le dice a Cyrus, el encumbrado Jefe de Gabinete.
-La Justicia es para gente normal, no para nosotros- le responde.
Y agrega un pensamiento que me impresionó porque tiene que ver con la sociedad y con la gente que vota. Le dice: “Estás dispuesta a derribar la República porque sientes culpa”. Y explica: “¿Sabés lo que es un proceso electoral? ¡Es Magia! Es como creer en Papá Noel, en el Ratón Pérez, en el conejo de Pascuas. Sirve mientras la gente cree. Lo que quieres hacer es decirle a la gente que los reyes son los padres. Lo que haces es quitarles la magia. Arruinas la Navidad y toda la República se desmoronará”.
En otro momento, Verna Thorton, una jueza de la Corte Suprema que también conoce los enjuagues, le dice a Olivia: “Confesar la trampa es decirle a los estadounidenses que el país que aman está construido sobre una mentira”.
Impresionan estos diálogos, porque se dan entre políticos de ficción que han hecho la trampa y saben exactamente cuáles serían las consecuencias si todo se descubre. Además de ir presos, claro.
Y la consecuencia más importante es que la trampa le quita toda legitimidad no sólo al que ganó las elecciones, sino a todo el sistema que rige la democracia.
Por eso creo que algo hay que hacer. Que el Estado, a través de la Justicia, o de un tribunal electoral independiente, debe ser quien controle la transparencia y evite la trampa.
Porque elegir a los gobernantes, creer en el voto, es vital para que siga existiendo la democracia.
Lo otro, la trampa, es un suicidio político.

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